Casi sin darnos cuenta, la edad nos va arrebatando muchas cosas. Pero también nos regala otras. Una de ellas es la gran libertad para hablar. Eso me permite dar un sesgo autobiográfico, personal –por el que pido anticipadas disculpas- a buena parte de estas palabras celebratorias del medio siglo que cumple el Club de Veraneantes de Tafí del Valle, contado ese plazo desde el comienzo formal de la institución.

Agradezco a sus autoridades el honor de pronunciar esto que sólo pomposamente podría llamarse “discurso”. Será breve. Siempre he creído –creo que lo dijo Bernard Shaw- que un discurso, para ser inmortal, no necesita ser eterno.

Absurda rivalidad
El honor de hablar en esta ocasión es doble porque, en realidad, soy un “tafinisto” por adopción. Aunque, ahondando en la historia, uno de mis tatarabuelos maternos, el gobernador Salustiano Zavalía, supo pasar largas temporadas en Tafí, yo pisé por primera vez este valle cuando, calculo, terminaba la década del 40.

Desde nuestra casa de Villa Nougués, llegué aquí con mi padre, mi abuela materna y mi hermana Magdalena, a pasar el día en “La Chasquita”, residencia de mis tíos, el doctor Ramón Nicasio Herrera y doña Emma Torres Posse. Esta casa entonces se alzaba como única construcción sobre la avenida principal rodeada de pircas y de potreros.

Mi primera visión tafinista fue la de doña Laura Frías Silva de Paz, que pasaba a caballo con un poncho colorado. Después recuerdo que asistí a un ruidoso almuerzo en el corral redondo de Las Tacanas. Allí Mario Santillán, con el sombrero tirado hacia atrás, ataviado con bombachas blancas con vivos de nido de abejas, botas encarrujadas y grandes espuelas, tiraba varias suertes seguidas a la taba, entre el aplauso de todos.

Di una vuelta a caballo con Luis Chenaut, conversé largo rato con Alfredo Terán hijo, con Gonzalo Paz, con “Cleto” Frías Silva, mis compañeros del colegio. Y por más que tiro sondas a la profundidad de mi memoria infantil, no recuerdo más.

Lo que sí tengo grabado es que volví a Villa Nougués fascinado con este valle, con su río, sus caballos, sus lomadas infinitas: su aire, en fin. Pero me cuidé muy bien de transmitir ese entusiasmo. Villa Nougués y Tafí mantenían entonces una absurda rivalidad que hoy me hace reír, y confesar que llegaba cautivado me hubiera dado categoría de tránsfuga.

Me convertí en veraneante mucho después, en 1973, ya casado y padre de familia, cuando con Adolfo López y Dorotea Vallejo alquilamos durante dos temporadas la casa de Jorge Padilla. Después, también con Adolfo, pasamos otras dos en la casa del doctor Ramón Villagra Delgado. Luego, empezamos a construir la nuestra, en el terreno que nos había regalado en El Churqui ese inolvidable amigo que fue Clemente Zavaleta. La inauguramos en el verano 1978-79 y, desde entonces, estamos aquí.

Es decir que, contando las otras temporadas, puedo afirmar que desde hace 41 años los Páez de la Torre-Allende somos veraneantes de Tafí. No es poco.

“Robertín”
Cuando llegamos, ya existía el Club de Veraneantes. En el libro sobre el valle que escribimos con Pedro León Cornet hace tres años están los antecedentes tomados de la minuciosa reseña que confeccionó Jorge Bascary.

Consta allí que la idea empezó con aquella “Tinaja” que propulsó, en el verano 1953-54, el arquitecto Justiniano Frías Silva. Que siguió con “El Palenque”, que animaban el escribano Alfredo Terán, el “Bebe” Esteves y Jorge Padilla padre. Y que el envión definitivo acaeció en la temporada 1963-64, cuando a los impulsores del “Palenque” se les unió el procurador Roberto Avellaneda. Se constituyó entonces formalmente la sociedad civil con personería jurídica.

En 1965, la generosa donación de las familias Chenaut-Frías y Chenaut-Martínez Zavalía permitió al club tener su terreno propio. Allí se levantó la sede, diseñada por el arquitecto Evaristo Casanova con la colaboración de su colega José Alberto Terán, que se inauguró en 1968.

Sabemos que recibió sucesivas ampliaciones y mejoras, hasta que el buen gusto del arquitecto Ricardo Simón Padrós dio por resultado el magnífico local del que gozamos hoy.

Miguel Angel “Bebe” Esteves fue su primer presidente. Se sucedieron en la función el doctor Eduardo Frías Silva, el escribano Alfredo Terán, el mayor Ramón Eduardo Herrera, Claudio Hill Terán, Simón Leal Lobo, el doctor Roberto Martínez Zavalía (elegido en 1980 y reelecto hasta 2001); Miguel Terán, otra vez el doctor Martínez Zavalía, el doctor José Agustín Poviña y el doctor Alfredo Terán nieto, en la actualidad.

En la nómina es justo resaltar las más de dos décadas de la presidencia Martínez Zavalía, que condujo las importantísimas transformaciones del Club, en materia de ampliación sustancial de sus instalaciones y de expansión inédita de su actividad.

“Robertín” es -sin duda y de plenísimo derecho- una figura central en la historia del Club de Veraneantes de Tafí.

En las telas del corazón
Acaso el club social más antiguo de Buenos Aires sea el Club del Progreso, que abrió sus puertas en 1852 y que existe hasta hoy. En Tucumán, el primero fue el Club Julio, instalado en 1857 y que duró un par de años. Vida más larga correspondería al venerable Club Social, de la esquina 25 de Mayo y 24 de Setiembre, que funcionó desde 1875 hasta 1939, año en que se fusionó con El Círculo para constituir el Jockey Club de Tucumán.

Se han dado varias definiciones de lo que es un club. Tal vez lo más simple sea decir que se trata de un conjunto de amigos, unidos por el propósito de congregarse en una institución que fomente el vínculo entre sus integrantes y la realización de actividades comunes. Su propósito es el cultivo de la amistad y de la coincidencia en torno a ciertos valores. En el Círculo de Armas de Buenos Aires, por ejemplo, no sólo está prohibido el uso de celulares, sino también llevar papeles en las manos: esto porque allí no se va para hacer negocios, sino para conversar tranquilamente entre amigos.

Por cierto que los tiempos cambian, y en nuestra época lo hacen vertiginosamente. Por lo tanto los clubes han tenido que cambiar.

El nuestro ya no es aquel gran galpón de los años 70, siempre repleto y donde tanto nos divertíamos a pesar de las escasas comodidades. Respondía a un Tafí del Valle absolutamente distinto del actual y a los gustos de una generación que ya pasó. Quienes tuvimos la suerte de disfrutarlo, no lo olvidaremos. Está enredado a las telas de nuestro corazón y evoca, inevitablemente, a muchos y muy queridos amigos que ya no están en este mundo.

Pero añorar todo eso, queda para la intimidad de cada uno, para hacerlo revivir en nuestras conversaciones y en nuestro afecto; y para nada más.

“Affectio societatis”
Hoy, el desafío del Club es enfrentar los nuevos tiempos, tan diferentes, y hacer que las generaciones jóvenes sientan, por esta institución, eso que en Derecho se llama el “affectio societatis”, que, traducido vulgarmente, significa “las ganas de ser socio”.

Por cierto que yo no sé cómo se responde a ese reto, ni atañe a nuestra generación dar indicaciones sobre la adecuada estrategia. Esa es la tarea de los jóvenes. Tengo la esperanza de que sabrán encararla y con éxito.

Que lo logren con la máxima amplitud, y que el club llegue a celebrar venturosamente varios cincuentenarios, centenarios y bicentenarios, es el sincero voto con que quiero cerrar estas insuficientes y desordenadas palabras.